Lo que mis versos no te escribieron

 

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Se llamaba María. Nicolás tuvo ocasión de recordarla tiempo después, recostado en el tronco de un pino, con sus notas en el regazo y una sonrisa nostálgica, de esas que hablan del pasado casi olvidado y de pronto aparecen en forma de recuerdo y nos escuecen en el alma.

Llegó con las primeras luces del alba, en un carruaje medio destartalado y sucio, y se la vio cubierta con ropas negras, un aire de tristeza y un misterio que inundó al pueblo de preguntas sin responder. No es que la chiquilla fuera un enigma o su situación algo extraño, es que en esas tierras nunca sucedía nada pero cuando sucedía suscitaba tal revuelo que el asunto se convertía en una novedad, y ser parte de ella constituía un sinfín de conjeturas. Después cupiera analizar el porqué de tanto afán de inventar. Quizá la vida, simple y llana, no era más que el reflejo de esas invenciones que proporcionaban el aliciente perfecto para la diversión.

Nicolás no debía tener más de trece años cuando la vio por vez primera: la cabellera rubia bien recogida en un moño, las ropas recatadas pero que dejaban entrever sus formas de mujer y esa expresión triste. Se enamoró al instante, sin saber que estaba de paso y que más temprano que tarde acabaría a merced de otro hombre. Sin embargo, por aquel entonces no entendía como un sentimiento podía configurarse como su razón de ser. Si lo pensaba ahora, en la madurez apaciguadora, sin la pasión por consumir de un niño, que muere por sus sueños, que aún no ha caído y no teme volar alto, y siente la llama dentro y se quema, y aún así el ardor que lo consume es el placer que le hace insistir…Sí. Pensándolo ahora, entendía que tenía que pasar para que llegara a comprender que labrar la tierra y endurecer sus manos, no era lo que deseaba. Sus manos adoraban coger la pluma y escribir. María le hizo advertir eso en el amor silencioso que la prosiguió, en las noches febriles en que la luz de una vela lo acompañaba en un minucioso vaivén con la pluma que escribía fervientemente, mientras sus progenitores dormían sin intuir que un día aquel niño huiría para convertirse en un poeta. Ellos hubieran deseado que jamás visitara a aquel maestro que vio en él la curiosidad de un niño que quiere aprender, ni hubieran dejado que le enseñara a leer y a escribir. Pero el destino hace eso a veces. El destino sabe, como el corazón reconoce, que hay circunstancias que no pueden impedirse.

Entonces sucedió. No fueron culpables de amarse, ni tan solo en ese momento, en que él se atrevió a rozar sus labios, ni ella tampoco lo sintió como una ofensa, cuando su mano acarició su cara. Lo cierto es que eran niños que soñaban en un mundo en que ya todo estaba dispuesto mucho antes de que osaran pensar por ellos mismos.

Pudieron reprenderles duramente, pero el castigo más severo que recibió Nicolás fue su marcha días después. De nuevo, el carruaje destartalado volvió, de la misma manera que antes había marcado el principio, ahora anunciaba el final. Nadie impidió que se despidiera de ella, aunque no hubo lamentos ni súplicas, la tristeza enmudeció y un dolor sordo recorrió el cuerpo del chico cuando le entregó lo único que podía ofrecerle: su puñado de versos incomprendidos.

    —¿Qúe hago yo con ello Nicolás?—dijo María mientras la resignación se apoderaba de sus esperanzas.
    —Nada—contestó él— de todas formas, mis versos no fueron capaces de escribirte cuanto te amo.

Así, recostado en el tronco de un pino, Nicolás recordó, como la memoria recuerda a veces, que hay amores que nunca se olvidan.

3 comentarios en “Lo que mis versos no te escribieron

  1. Precioso relato, Aida, con un aire nostálgico y tierno que enamora. Realmente hay una edad en que ya puedes sentir amor de tipo romántico y sin embargo tu vida no la gobiernas tú. Es duro que te contraríen de ese modo, menos mal que tenemos el recuerdo… Me encantó!! 🙂

    Un beso grande y feliz comienzo de semana!!

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